Boedo y la cortada San Ignacio

“Hablamos de matar el tiempo
como si no fuera el tiempo
el que nos mata a nosotros”.
Alphonse Allais
“No se puede tener otra tarea,
en cuanto a la vida,
que la de conservarla hasta morir”.
Johann August Strindberg

Y otra vez en el bar. Otra vez en la Cortada San Ignacio. Esta cuarta novela que me deja a mitad de camino. Como si los escritores fueran un tema sobre el cuál escribir. Odio las novelas sobre escritores. No voy a decir por qué. Estaría hablando de ellos. Cada vez que me duele el estómago por la mala sangre con un libro me tengo que venir al “Margot”. Cuánta elegancia. Cuánto para tan poco. Pareciera que el patetismo tuviera escapatoria aquí.
De mi barrio. De mi casa. Mi casa que nunca tuve. Un refugio de mesas marrones y ventanales de años brillantes. Con cicatriz de tiempo en sus mármoles. Como un viejo que, pausadamente frágil, enuncia manifiestos a la noche charlada de compañeros, amigos de años (entrados-a-menos) casi resignados o parejas de caricias idiotas y autistas. Tontas y graciosas a la vez, las sillas se hacen compañeras cuando abrazan con esa generosidad para arriba. Así, simple. Para bien adentro, mi bulbo que crece, hincha y sana la inexorable mediocridad.
Ah, qué hastío. Cama para dos: basta - ¡basta, basta! – quiero fiesta. No quiero más escritores aburridos, que no triunfan. Mostrando en sus novelas cómo les duele la cabeza. Quiero la vida de un vividor. ¿Ser del grupo de los ocho? No, gracias, espero en la puerta. ¿Cuándo leeré sobre mí? ¿Cuándo un simple empleado de una empresa de seguridad privada? Ah, qué hastío.

Además, hay que decirlo: hay mujeres hermosas en el “Margot”. A mi izquierda, una rubia, muy suave, arena entre los dedos. Qué placer. Si tan sólo me acercara y dijera mi nombre, o su nombre o la madre que la parió; sus ojos. Sus ojos casi transparentes. ¿Verán otro yo? Sentada con otras tres chicas, sueñan, comentan, niñas universitarias, reflejos y claritos, push up, trappless.

Y la radio sonando otra vez. Otra vez, de nuevo, basta. No, mejor, dejar ser. ¡Claro que no me gusta! Pero en un bar: abajo las pretensiones. Aquí me conocen. Todos. No son muchos, es verdad: estoy mareado. Cuento ovejitas y es gracioso, ¿no te parece? Porque estoy solo. Soy solo, claro. Ya me va a tocar, me dice una aceituna. Me dice eso y pienso en Raquel. Sus ojos.
Sus ojos. Sus lentes. Su aliento. Sus dientes. Sus dientes. Sus dientes. Ese perfume que no para. Esa risa. Esas ropas. Esos ejercicios.
¿Qué? Esos ejercicios, ¿no escuchaste? Sí, pero raro; eso es raro. Raquel y sus ¿abdominales?
Sí, realmente da ganas de frotarlos. ¡Ejercicios! ¿Mucha fricción en qué termina? En esox, dijo un anagrama.

People are Strange

Otra cerveza, mozo.
El mozo no entiende nada. Está bien, supongo, porque los mozos deben servir, cobrar, sonreír y escupir los cafés. Sí, tienen que hacerlo. Es tradición. Por que si no ¿para qué?
¿Para qué estoy acá? Ah, para olvidarme de la novela de Soriano y su Torino explotado e incendiado en Punta Mogotes con las 190 páginas de esa novela de 200.
Y las chicas de aquella mesa ríen y yo que mañana me levanto a las seis. Porque aunque no sepa qué quiere decir; aunque no sepa hablar; entiendo su lenguaje. Ese lenguaje que me busca aunque no lo encuentre. Tal vez alguna... Tal vez alguna de ellas, niña – bien – inteligente – arquitecta de mis vaivenes eróticos. ¿Tengo vaivenes... digamos, eróticos? Ah, a mí se me ocurre cada cosa.
Porque vamos a poner los puntos sobre las íes. Acá vengo a tomar. Como empleado de Segurciudad, tiempo para leer, me sobra. Y para poner los puntos sobre las íes. Y olvidarme de las putas 10 horas de ¿trabajo? en un destino aburrido. Y de lo poco que me acerco ¡a otro ser humano! (Salvo la prescripción médica del “Buenas Tardes”, “Buen fin de semana”). A olvidarme de las presiones del vigía que anda de acá para allá controlando que nadie falle y, por sobre todo, de lo mal que hablo. Me quiero matar como hablo, mozo. Me quiero matar, le digo mientras pienso que podría fundar una biblioteca con todos los libros que he leído. Tanto tiempo callado que ni me acuerdo como se habla el castellano. Pero debe ser un problema de las cuerdas vocales, debe ser. Y encima (¿para qué vengo acá, es la pregunta?) para acordarme de mi Raquel.
Suena una canción tras otra. Una dice que creo en King Kong. Y es verdad. Todos creemos en un King Kong. Otra canción dice que la tengo a Raquel bajo mi pulgar. Otra bajo mi piel. Ojalá tuviera tanta dicha.
Y otra vez en el bar. Otra vez borracho. Aquí me conocen todos y las pocas veces que puedo estar sobrio, nunca están ahí para idolatrarme. Pero esa novela. La cuarta que leo sobre escritores. Basta.
Voto a favor de los Ontiveros.
De mi hermano el artista plástico.
De Guillermo Piro.
De Guillermo de Pósfay.
¡Por una mediocridad que nos enaltezca ante este virtuosismo chato!
Ya estoy borracho y mañana el vigía es Don Alberto ¡pero qué importa!
Podría vivir en el “Margot”.


Mozo, la cuenta.