Un cuento de viejos

Llamaron a la puerta y nadie respondía. María estaba sentada frente al televisor sin saber que película ver. El botón de channel estaba rojo de tanto subir y bajar. No tenía pensado ver ninguna película, obviamente, sólo que tenía esa, aún despreciable, costumbre de ver sin mirar. El timbre sonaba como un loco. Yo apretado entre las sábanas no sabía qué hacer; si levantarme y atender o quedarme acostado. El médico había sido claro, pero el timbre... uf... y no me quedó otra que acercarme a la puerta.
Pasé al lado de María y no me dijo nada, yo ni la miré porque le habría dicho cada cosa que ni te imaginás. Me acerqué a la puerta y moví la perilla que me dejaba ver hacia fuera. Mis ojos ya cansados se encontraron con una gran luz blanca que los dejó ciegos por unos segundos. En ese momento me asusté porque no esperaba la potente luz. Sin embargo al rato ya estaba con el otro ojo tratando de adivinar quién se atrevía a molestar a dos viejos. Vi una enorme espalda inmóvil, en el pasillo de este edificio de cuarta, vistiendo un excelente traje de seda italiana. Cuando volteó para responder a mis inquisiciones, tuve la sensación de estar viviendo un deja vú.
No le quitaba la vista a este hombre grande que hablaba en un ruso cerrado mezclado con un escalofriante e inentendible inglés. A María le relataba todos los detalles relevantes, aunque ella no respondía con palabras sino con gemidos. Era un hombre corpulento, de frente amplia, corto y poco pelo, tez casi pálida, con una presencia impecable. En su mano llevaba una daga. No entendía una palabra de lo que me decía, pero me llamaba poderosamente la atención que alguien de esa apariencia se fijara en mi casa. Decidí hacerle entender que se había equivocado de apartamento para que se alejara lo antes posible; se llegaba a enterar el doctor que había estado tanto tiempo parado y discutiendo con un tipo en no sé que idioma, me iba a matar.
A todo esto María seguía con el televisor prendido. Me acerqué y la vi como no me gusta verla; la mirada perdida en la pantalla, con los músculos del rostro totalmente relajados y (la frutillita del postre); la boca entreabierta esperando la llegada de la providente sorpresa que justifique la pálida y aburrida mueca... un desastre. Faltaba que se babeara la muy boba.
Me recosté, perdonándola, oliendo su perfume que por los años de los años me había conquistado. Al apoyar mi cabeza sobre sus rodillas el control remoto cayó con el evidente presagio de fatalidad que caracteriza, según los escritores, el momento de la muerte... Mi María yacía sentada sobre el sillón muerta, sin respirar, con las piernas cruzadas...
Siempre que la retaba por estar tanto tiempo frente al televisor, me cruzaba las piernas de la forma más sensual que una mujer haya aprendido jamás a hacerlo... Y cómo amaba esa actitud... Y ahora ya no está más a mi lado para hacerme reír... mi dulce María...
¿Qué va a decir ahora el doctor...?
¿Qué va a decir ahora que decidí acompañar a mi María...?