No importan los ángeles

No tengo idea de cómo será
la 3º Guerra Mundial;
pero la 4º
será con palos y piedras
Albert Einstein


Caigo. Tengo que ver bien de cerca. La respiración se corta de a ratos. Mis piernas ya no responden. Las palmas juegan al carnaval y describen un nerviosismo tormentoso. Tengo la espalda fracturada, también. Me pican los pies y la lengua se seca. Tonta, sin vida. Mis dientes ya no muerden. El aire me enjaula. Humo, humo por todas partes. Al hincharse el pecho, mis pulmones van explotar. Mis pestañas tiemblan tanto que pestañeo como mi prima Carmen; hermoso, seductor. Una gota de sudor se lanza a navegar mi frente como surfeando la mar. Sueño despierto que tengo suerte. Sueño con gente a mi alrededor. La máquina en mi pecho duele pero siento ganas de apagarme. Es normal, digo. Casi todos viven para disfrutar, digo. He disfrutado, digo. Mis piernas se mueven impacientes y acéfalas y es cuando sueño a mi madre.
Me abraza contra su pecho y suelta una risa. Es la cama de mi abuela. Mi padre desde la puerta de la habitación la despide con un gesto en las mejillas que ahora entiendo. Me falta el aire y vuelvo a pensar en mis pestañas. La transpiración agota mis ojos que se cierran. Suelto aire verde. Mis pulmones aún duermen y tiro de la esperanza lo más que puedo. Dormito. Toso. Vuelvo a respirar. El sol desde la ventana aclara que dormité demasiado.
Estoy en un triciclo. Tengo puesto un jabón en la cabeza, de esos de mimbre. Mi padre que me empuja estira ágil la lengua y se come un balde rojo. Sonreímos a la fortuna y un coro de ángeles nos acuna hasta la escalera de una playa.
Hablamos todo el viaje sobre la tuberculosis de un peón de ajedrez. ¿Qué hará ahora? Subimos la escalera y mi padre empuja el triciclo mientras yo, de mis bolsillos, saco maní salado y lo arrojo a los leones que en cada escalón soplan una rosa amarillenta
. Y vuelvo a toser. Y esta vez me siento... La voz del estadio me dice que falta poco para la estación “Piernando”. Abro los ojos cansado de mentir y veo rosas, esta vez rojas. Espinas por doquier me lastiman la piel. Londres, dice aquí. Un reloj en la pared y Londres vuelve a decir aquí. Y mi padre me da un cachetazo. Lloro ahora que puedo dormir. Lloro despierto ahora que voy a morir. No me decido pero también quiero volver al triciclo. Los leones de la escalera soplan una melodía para violines. Soplan que vuelva. Me pica profundo el pecho. Abro grande y canto: “Oda a mi padre”, que detrás del triciclo aplaude y caemos torpes unos escalones. Arriba o... sí, arriba de la escalera aparecen dos niños. Hermosos, juguetones, sonrientes, felices. Cuentan escalones y cuando cuentan los que pisamos mi padre y yo se miran y sonríen traviesos. Aparece Sandra Elena, reina amable, capaz, entera, espléndida, rica y sola. Los niños abrazan sus piernas. Ellos están desnudos aunque Sandra Elena es traslúcida como el agua. Y me llama con sus dedos al tiempo que dice, el más educado se llama Jorge, el más alocado se llama Patricio. Curiosos, me intimidan con sus miradas.
¡Vamos, papá; vamos, papá! Que los leones bailen y que los escalones suban, papá. Los niños saltan en el lugar. Un mosquito me frena y mi padre se lo come con su lengua verde, larga. Lo miro brusco a los ojos y sonreímos a la vez que con dos leones a mis hombros subimos la escalera. ¡Vamos, papá! Te quiero mucho, papito. Empujá que yo subo. ¡Arriba es una fiesta, papito!

Hay arena en los últimos escalones. ¡Hay arena en los últimos escalones, papito! Sandra desde arriba me sonríe y se desliza hacia un costado con la sensualidad de la Reina Victoria y puedo ver la fiesta. Romántica nos abraza. Papito me abraza. Los niños me abrazan. Un Bonete gordo y verde se acerca y todos le abren paso. Fruncido; llega. ¡Llegó, papito! Que me calle, dice papito, que Bonete va a hablar. Estiro mis manos como momia y toso: Bonete gracias. Súbitamente las luces se apagan.
De la boca de Bonete, apenas lo distingo, salen unas abejas, que me apuntan con sus aguijones. Sandra Elena abraza a sus niños hermosos y juguetones. Papito se aparta y clausura la vista. Aún se oye la mar. Está casi todo negro. Bonete va a hablarme y me dice...

“Se habrá dormido con un escape de gas. Seguramente del horno. Como quedó tumbado en el medio del living, puedo presumir que la intoxicación fue por demás súbita y que no lo habrá dejado mover. Después el fuego hizo el resto.”

¿En serio, Bonete? Pero ¿y ahora? Ahora, apresuró Bonete: ¡a disfrutar con tu papito! ¡Sandra, niños, leones, abejas, mosquitos y rosas! ¡Que se abra la mar! Gritó con su sonrisa puntiaguda.
Se abrieron luces, prendieron malabaristas, los manteles volaron, la calma se fue enojada, Sandra Elena abrió sus brazos traslúcidos y sus niños rolaron hasta mi triciclo, mi papito me besó sin respirar, las rosas me olían y los leones, también. Un bote llegó verde, bien verde como la mar y una ola me abrazó haciéndome cosquillas. Bonete, fruncido, a mi lado, guardaba una a una sus abejas. Se lo veía alegre. Yo comencé a llorar y Bonete, al verme, volvió a implorar:
¡Ha llegado un invitado!

La risa me hizo toser.
Ay, cómo me muero.
Pero no dolió más.