Encuentro agradable estar vestido de mujer y, sin que nadie lo note, esperar el colectivo con la pollera un poco levantada. Especialmente divertido me parece también hablarle a Roberto, el diariero de la esquina, de Samuel, su hijo "el buen mozo". Roberto aún conserva su vida con seguridades que ya no se encuentran por aquí y le asusta que Samuelcito pase mucho tiempo conmigo.
Mi nombre es Mario Peralta, tengo 27 años y adoro a las mujeres con una pasión que cualquiera definiría como obsesiva. No veo incomprensible mi tiempo como mujer. Si hay algo que me gusta de sobremanera es hacer el amor con una mujer. Pero también adoro la estética y cuidado que llevan en cada uno de los detalles de su ser. Solía trabajaba en una Farmacia como un estúpido cajero de diez a veintidós. Todos me respetaban en la "Farmacia San Franco", pero lo que más me hace acordar a San Franco son las várices y una úlcera que si hoy detuviera su crecimiento, sería tan científicamente monumental como la nueva pelota del Mundial Corea - Japón 2002. Dos veces por semana hago gimnasia aunque no pueda bajar esos rollitos de la cadera. Los fines de semana iba a bailar al boliche que queda por Rivadavia frente al Bingo de Congreso (me han exigido que no revele el nombre) y cada domingo, sin falta en esa época, he ido a comer los fideos caseros por los que mi mamá es tan conocida en el barrio de Santa Rita.
Si de alguna manera pudiera voltear el tablero y repartir nuevamente las cartas. Sentarme frente al Barbudo y ofrecerle una a una mis razones... quizás hasta sería...
Muchos me conocen. Hay gente que se interesa por mí y tiene interés en saber qué opino, cómo veo las cosas. Tengo una manera de anticipar errores ajenos que me asombra, de a ratos, tenebrosamente. En este ambiente es habitual cometer un error. Aunque soy más de escuchar. Tal vez necesiten escuchar sus propuestas para darse cuenta de lo contradictorias e inalcanzables que son. Aquí todos soñamos. No soy la excepción aunque respetan mis deseos. Siempre que pueden, me los hacen realidad. Por eso tampoco deseo con demasiado fervor; podrían ser exactos y darme lo que pido. Algo por demás peligroso. Aunque no lo crean, aquí lo único que se sabe es que los errores se pagan. Y yo puedo prevenirlos desde esta… digamos, locación.
Uno de mis errores, aquella vez, en la estación de Villa Luro, fue volviendo de lo de mamá, eran aproximadamente las veintitrés, había una señorita hermosísima que esperaba el tren al igual que yo. No quedaban muchos servicios ni usuarios. Tenía el pelo lacio, muy lacio, de color castaño claro. Era alta, tan alta como yo: aproximadamente un metro con ochenta centímetros. "Serán los tacos", pensé. Tenía unos labios rojos fuego que me ponían tieso como el mármol. Siempre que almuerzo y ceno en lo de mamá me visto muy bien, no creo que mamá se sienta cómoda en presencia de Ángela. Lo cierto es que a la chica de la estación le gustaba como estaba vestido. Uno se da cuenta en seguida. Cómo mira, cómo se para. Es algo natural o, mejor dicho, instintivo. La forma de pararse a la espera del tren no era la de un domingo aburrido, sino que tenía un fuego interno que de a poco crecía. A medida que pasaban los minutos se observaba que ese fuego ardía más. No hice movimiento alguno, pues habría perdido mucho del interés que ya había despertado en ella. Cada tanto la observaba fijamente para que notara mi presencia, pero no me mostraba interesado. Hermosa. Un cuerpo muy bien formado, la pollera apenas sobre sus rodillas y unos zapatos que marcaban sus pies, envolviéndolo firmemente, dándoles seguridad. Las medias eran blancas y le resaltaban sus fibrosas pantorrillas. No hubiera podido evitar su presencia aunque lo hubiese querido.
Presto al desenlace, me acerqué para decirle lo mucho que esperaba encontrarla conmigo abrazada en mi cama, totalmente desnudos y sin noción concreta del tiempo. No obtuve resistencia pues un encendido y humeante calor no la dejaba pensar en otra cosa que no fuera mi cuerpo y la fricción de mi piel transpirada sobre su espalda. Decidimos tomar un taxi hasta mi casa, lo que me permitió notar un perfume a duraznos muy dulce que podía ruborizar mis mejillas como hacía tiempo no sucedía. Sentí su lengua arder dentro de mi boca y sus caricias me desabotonaban la razón. Masajeaba mis piernas, evitando la entrepierna, que me provocaba abrazarla del cuello y atraer su cabeza contra mi rostro sin dejarla respirar. No podía soltar sus labios; los acariciaba, los lamía, los mordía. Tan rojos, tan blandos. Su lengua incontrolable me acariciaba toda la dentadura. Subimos la escalera hacia el departamento besándonos y sin despegar nuestros cuerpos nos desvestimos poco a poco. Mi pecho fue el primero en sentir su piel, sus piernas tan suaves y tibias. Al levantarle la pollera no despegué mi boca de sus pantorrillas, la había volteado y subía lentamente hasta volver a sus húmedos y bien atolondrados labios. Para cuando estaba dentro de ella la energía nos unía en un magnánimo concierto de gemidos y reclamos a ese ángel de la lujuria que vigilaba regocijándose en nuestra originalidad y desenfado. Su savia, su aliento, sus ruidos, sus repentinos temblores; toda ella me pertenecía. Toda su sorpresa, toda mi audacia. Juntos. Unidos. Vivos. Sonrientemente ruborizados. Exhaustos. Exhaustos.
El sol matinal nos sorprendió admirándonos. Pétreos. Sin hablar ni forzar el momento me dirigí a la cocina para preparar el desayuno. Me encontraba satisfecho y sonriente cuando comenzaron las preguntas. Ni el color de mi lápiz labial le había gustado. Había revisado todo sin creer lo que había hecho. Pensó en voz alta mis problemas. Para ella eran problemas. No comprendía. Ya estaba acostumbrado. Nunca quise lastimarla ni causarle ningún tipo de dolor o angustia. Supo mi deseo de admirarla. Supo cuánto quería aprehender de ella, sin embargo, la lógica no fue convincente, mí lógica. Las razones comenzaban a diluirse y crecía una molesta intolerancia en mi estómago que fruncía mis ganas de verla. Los golpes que le di fueron varios. La sangre que perdió mucha. Luchó bastante por su vida. Recuerdo el horror en su rostro cuando tragó el lápiz labial. Cuando dejó de golpear, empezó a sacudirse. No sé durante cuánto tiempo. El olor hacía insoportable lugar: una mezcla de sudor, sangre, heces, pis. Supongo que habrá quedado inconsciente y lo supongo porque me fui inmediatamente; “cuando me fui, señor Juez, puedo asegurarle con una mano en el corazón que aún vivía.
A pesar del dolor que me causa haberme separado de mis cosas, mi madre, "San Franco", el diariero y toda mi ropa; la cárcel no es tan mala como parece. Acá se quieren todos por igual... aunque algunos se quieren más que otros... como es de suponer. Igual la paso bien. Si Patricia murió no fue por mi culpa sino por su angustia. Su incapacidad para querer y disfrutar. La vida se comprende mejor cuando uno aparta un poco su cabeza de las distracciones de una vida social caracterizada por la hipocresía, el vértigo de la información, etc. Hay que estar preparado para no desgastarse en ésta sociedad.
Hoy me fascino con las heridas de los internos. Las hay variadas y anatómicamente sorprendentes. El Director del Penal no me comprende. “No te vas más”, susurra al retirarse de mi celda aunque ya me resigné y pienso que jamás intentarán comprenderme. Sé que debo esperar hasta que decidan comprenderme. Hasta entonces, aunque duela, debo soportar la actualidad que me toca.
Mi madre aún me visita y en el Ala Este esperan ansiosamente los domingos por su visita y sus regalos. Desde afuera me demuestra igual o mayor generosidad que antes y aunque sabe de Ángela, trato de no comentarle. ¿Para qué?
Mi nombre es Mario Peralta, tengo 27 años y adoro a las mujeres con una pasión que cualquiera definiría como obsesiva. No veo incomprensible mi tiempo como mujer. Si hay algo que me gusta de sobremanera es hacer el amor con una mujer. Pero también adoro la estética y cuidado que llevan en cada uno de los detalles de su ser. Solía trabajaba en una Farmacia como un estúpido cajero de diez a veintidós. Todos me respetaban en la "Farmacia San Franco", pero lo que más me hace acordar a San Franco son las várices y una úlcera que si hoy detuviera su crecimiento, sería tan científicamente monumental como la nueva pelota del Mundial Corea - Japón 2002. Dos veces por semana hago gimnasia aunque no pueda bajar esos rollitos de la cadera. Los fines de semana iba a bailar al boliche que queda por Rivadavia frente al Bingo de Congreso (me han exigido que no revele el nombre) y cada domingo, sin falta en esa época, he ido a comer los fideos caseros por los que mi mamá es tan conocida en el barrio de Santa Rita.
Si de alguna manera pudiera voltear el tablero y repartir nuevamente las cartas. Sentarme frente al Barbudo y ofrecerle una a una mis razones... quizás hasta sería...
Muchos me conocen. Hay gente que se interesa por mí y tiene interés en saber qué opino, cómo veo las cosas. Tengo una manera de anticipar errores ajenos que me asombra, de a ratos, tenebrosamente. En este ambiente es habitual cometer un error. Aunque soy más de escuchar. Tal vez necesiten escuchar sus propuestas para darse cuenta de lo contradictorias e inalcanzables que son. Aquí todos soñamos. No soy la excepción aunque respetan mis deseos. Siempre que pueden, me los hacen realidad. Por eso tampoco deseo con demasiado fervor; podrían ser exactos y darme lo que pido. Algo por demás peligroso. Aunque no lo crean, aquí lo único que se sabe es que los errores se pagan. Y yo puedo prevenirlos desde esta… digamos, locación.
Uno de mis errores, aquella vez, en la estación de Villa Luro, fue volviendo de lo de mamá, eran aproximadamente las veintitrés, había una señorita hermosísima que esperaba el tren al igual que yo. No quedaban muchos servicios ni usuarios. Tenía el pelo lacio, muy lacio, de color castaño claro. Era alta, tan alta como yo: aproximadamente un metro con ochenta centímetros. "Serán los tacos", pensé. Tenía unos labios rojos fuego que me ponían tieso como el mármol. Siempre que almuerzo y ceno en lo de mamá me visto muy bien, no creo que mamá se sienta cómoda en presencia de Ángela. Lo cierto es que a la chica de la estación le gustaba como estaba vestido. Uno se da cuenta en seguida. Cómo mira, cómo se para. Es algo natural o, mejor dicho, instintivo. La forma de pararse a la espera del tren no era la de un domingo aburrido, sino que tenía un fuego interno que de a poco crecía. A medida que pasaban los minutos se observaba que ese fuego ardía más. No hice movimiento alguno, pues habría perdido mucho del interés que ya había despertado en ella. Cada tanto la observaba fijamente para que notara mi presencia, pero no me mostraba interesado. Hermosa. Un cuerpo muy bien formado, la pollera apenas sobre sus rodillas y unos zapatos que marcaban sus pies, envolviéndolo firmemente, dándoles seguridad. Las medias eran blancas y le resaltaban sus fibrosas pantorrillas. No hubiera podido evitar su presencia aunque lo hubiese querido.
Presto al desenlace, me acerqué para decirle lo mucho que esperaba encontrarla conmigo abrazada en mi cama, totalmente desnudos y sin noción concreta del tiempo. No obtuve resistencia pues un encendido y humeante calor no la dejaba pensar en otra cosa que no fuera mi cuerpo y la fricción de mi piel transpirada sobre su espalda. Decidimos tomar un taxi hasta mi casa, lo que me permitió notar un perfume a duraznos muy dulce que podía ruborizar mis mejillas como hacía tiempo no sucedía. Sentí su lengua arder dentro de mi boca y sus caricias me desabotonaban la razón. Masajeaba mis piernas, evitando la entrepierna, que me provocaba abrazarla del cuello y atraer su cabeza contra mi rostro sin dejarla respirar. No podía soltar sus labios; los acariciaba, los lamía, los mordía. Tan rojos, tan blandos. Su lengua incontrolable me acariciaba toda la dentadura. Subimos la escalera hacia el departamento besándonos y sin despegar nuestros cuerpos nos desvestimos poco a poco. Mi pecho fue el primero en sentir su piel, sus piernas tan suaves y tibias. Al levantarle la pollera no despegué mi boca de sus pantorrillas, la había volteado y subía lentamente hasta volver a sus húmedos y bien atolondrados labios. Para cuando estaba dentro de ella la energía nos unía en un magnánimo concierto de gemidos y reclamos a ese ángel de la lujuria que vigilaba regocijándose en nuestra originalidad y desenfado. Su savia, su aliento, sus ruidos, sus repentinos temblores; toda ella me pertenecía. Toda su sorpresa, toda mi audacia. Juntos. Unidos. Vivos. Sonrientemente ruborizados. Exhaustos. Exhaustos.
El sol matinal nos sorprendió admirándonos. Pétreos. Sin hablar ni forzar el momento me dirigí a la cocina para preparar el desayuno. Me encontraba satisfecho y sonriente cuando comenzaron las preguntas. Ni el color de mi lápiz labial le había gustado. Había revisado todo sin creer lo que había hecho. Pensó en voz alta mis problemas. Para ella eran problemas. No comprendía. Ya estaba acostumbrado. Nunca quise lastimarla ni causarle ningún tipo de dolor o angustia. Supo mi deseo de admirarla. Supo cuánto quería aprehender de ella, sin embargo, la lógica no fue convincente, mí lógica. Las razones comenzaban a diluirse y crecía una molesta intolerancia en mi estómago que fruncía mis ganas de verla. Los golpes que le di fueron varios. La sangre que perdió mucha. Luchó bastante por su vida. Recuerdo el horror en su rostro cuando tragó el lápiz labial. Cuando dejó de golpear, empezó a sacudirse. No sé durante cuánto tiempo. El olor hacía insoportable lugar: una mezcla de sudor, sangre, heces, pis. Supongo que habrá quedado inconsciente y lo supongo porque me fui inmediatamente; “cuando me fui, señor Juez, puedo asegurarle con una mano en el corazón que aún vivía.
A pesar del dolor que me causa haberme separado de mis cosas, mi madre, "San Franco", el diariero y toda mi ropa; la cárcel no es tan mala como parece. Acá se quieren todos por igual... aunque algunos se quieren más que otros... como es de suponer. Igual la paso bien. Si Patricia murió no fue por mi culpa sino por su angustia. Su incapacidad para querer y disfrutar. La vida se comprende mejor cuando uno aparta un poco su cabeza de las distracciones de una vida social caracterizada por la hipocresía, el vértigo de la información, etc. Hay que estar preparado para no desgastarse en ésta sociedad.
Hoy me fascino con las heridas de los internos. Las hay variadas y anatómicamente sorprendentes. El Director del Penal no me comprende. “No te vas más”, susurra al retirarse de mi celda aunque ya me resigné y pienso que jamás intentarán comprenderme. Sé que debo esperar hasta que decidan comprenderme. Hasta entonces, aunque duela, debo soportar la actualidad que me toca.
Mi madre aún me visita y en el Ala Este esperan ansiosamente los domingos por su visita y sus regalos. Desde afuera me demuestra igual o mayor generosidad que antes y aunque sabe de Ángela, trato de no comentarle. ¿Para qué?