Detesto la vulgaridad del realismo en la literatura.
Al que es capaz de llamarle pala a una pala,
deberían obligarle a usar una.
Es lo único para lo que sirve.
Oscar Wilde
Al que es capaz de llamarle pala a una pala,
deberían obligarle a usar una.
Es lo único para lo que sirve.
Oscar Wilde
Entro en la habitación. Son las diecinueve horas, veintinueve minutos y veinte segundos.
Los segundos pasan y escucho el tic tac del reloj como si un taladro amedrentara mi voluntad. Está todo pulido. Me aburre que así sea. Tomo la vela que descansa sobre la mesa y la prendo con mi caja de fósforos. La veo comenzar su muerte, su desaparición. Las paredes son blancas y arrojo cera caliente sobre la pintura para que deje de serlo. Tan pura. Blancura y pureza. Tal vez por eso me aburre. Pureza: qué absurdo. Cuando pienso en lo puro del blanco sobre las paredes me río convulsivo porque recuerdo que es mi habitación. Veo que la cera sobre la pared no ha cambiado mucho el paisaje y distribuyo uno por uno los fósforos de la cajita en toda la habitación. Tardo una hora, cuarenta y dos minutos y treinta y dos segundos.
El reloj suena. Tic tac, tic tac.
Suspiro con aliento a perro dormido y me provoca arcadas. La cama de sábanas blancas me sirve de consuelo porque las piernas evitan su función. Inoperantes. Usaría una silla de ruedas, tal vez así pueda deslizarme sin culpa. Los lisiados tienen la suerte de poder echarle la culpa a alguien. Yo solo he perdido el entusiasmo. En un rincón del cuarto aparece una cucaracha. Curiosa. Intrépida o audaz. Diferenciar su objetivo: ocioso. Pero unas irrefrenables ganas de seguirla con mi vista esperan en mi interior. La cucaracha se distrae sobre dos o tres fósoforos y luego descansa un instante. Quiero aplastarla. Dicen que al morir arrojan huevos de cucarachitas para que su prole no pierda presencia en este mundo. Qué ingenuas las cucarachas. Reconozco su perseverancia, pero nada más. No hay que admirar demasiado algo; genera náuseas.
A la habitación llega la luz natural de la luna menguante desde el lado norte. Mis piernas ya no responden y mi rostro babea arrugado por la almohada. Es incómoda la sensación húmeda en la comisura de mis labios pero así está bien. Observo la palma de mi mano porque la siento vieja y la apoyo en el suelo polvoriento. La cucaracha se acerca a mi mano tendida. Parece sin vida, como los fósforos. Ella sube por mi dedo anular y se estaciona en el dorso de mi mano. La derecha. Se estaciona. En mi. El cosquilleo acabó y la cucaracha deposita sobre mi piel un objeto que considero sin vida. Es diminuto pero aún así escandaliza.
El reloj suena. Tic tac: son las veinte horas, trece minutos, cincuenta y dos segundos.
Pienso en Adela y mi sexo lapidario y estupefacto aprisiona mi cuerpo contra los resortes del colchón. Recuerdo su lengua. Ronronea su voz en mi oído. La sangre emerge y recorre la zona con servil atención. Los fósforos ahora me excitan. La cucaracha siente el golpeteo en sus patas y alerta sus antenitas. Sube y baja al ritmo que le imprimo a mi corazón. Mi cerebro ágil recuerda la cocina de Adela, el horno de Adela, su aroma a sahumerio mojado, su rímel pétreo, sus uñas amarillas. Las pulsaciones son más dolorosas ahora que la recuerdo desnuda. La cucaracha intuye. Acaso también se relajó sobre mis nudillos. Me muerdo el labio inferior y cierro los ojos. De a poco mi cuerpo comienza el vaivén sobre los resortes del colchón y mi frente encoleriza la almohada. La baba también excita. Su baba. Adela sobre mí. Gime y me abraza, fuerte; como escapado. Araña mis cachetes. Mis mofletes, digo. La cucaracha oye mi voz pero parece ausente. Los labios de Adela estiran mi oreja. La tomo de los hombros pasando mis brazos por su espalda. Repito su nombre aunque no haya empezado a decirlo. Repito. Repito. Ella araña mi espalda y soy poderoso. Su sexo ahoga un grito. Su sexo como atrapado por un lazo ahoga su llanto. Muerdo sus pechos frágiles.
Golpean la puerta.
Es Augusto que ha olvidado decirme una cosa. La cucaracha cobarde huye multiplicando sus patas. Le digo pasá aunque todavía no haya enfriado mis venas. Permanezco abatido por mi memoria y Augusto gime de sorpresa al verme.
-Estás echado- dice con temblor en los dedos.
-Temblor de gato- murmuro. Absorbo mi baba hasta la garganta. Odio a Augusto.
-¿Te puedo hacer compañía ahí?- pregunta como si yo hubiera esperado que se decida. Todas las noches encuentra una lógica razón para entrar. A empujones me deshago de sus cumplidos porque miente y es más obsceno que yo. A veces lo envidio.
-A veces te envidio, Augusto- digo.
-¿Por qué?- pregunta lento y coqueto.
-Porque no valorizás cierta privacidad nacida del respeto y consideración hacia el otro.
-Ay, no digas eso que traigo buenas nuevas- dice sonrojado.
-Buenas nuevas- repito con asco en mis dientes.
-Sí, buenas nuevas. Estuve hablando sobre vos. Viste como soy que no puedo largar la lengua para nada. Hablo y hablo. Pero eso te conviene. Mirá, porque hablé con mis amigos del Grupo Declive. Esos chicos que organizan cosas para los discapacitados. Bueno, los tenés que conocer. Ay, no pongas esa cara porque te van a gustar.
-Augusto- lo interrumpo- quiero dormir.
-Bueno, dormite que yo me acuesto acá y te lo cuento todo.
-Augusto- hago una pausa antes de decir más. Quiero ver su rostro. Calcular su angustia. Adornar mi desprecio por este individuo petulante que no hace otra cosa que irritar mi inteligencia. Si deletreo las palabras tal vez le duela más.
-J – A – M – Á – S.
Sus ojos se apagan. Sin gesticular, me insulta por insensible y antes de cerrar la puerta agota su encanto al decir de mis calzones que son lo más lindo que hay en esta habitación.
-Si perdieras esa imbécil perseverancia en el mal gusto podría irte mejor- remata al cerrar la puerta. Creo que tiene razón porque mis ojos se inyectan de rabia y me levantan de la cama. La cucaracha vuelve a paso lento hacia mis pies descalzos y espera que la bienvenga. Miro el reloj que autista repite su frase. Miro los fósforos en el suelo y me muerdo la lengua hasta sangrar. La cucaracha retrocede seis pasos y la aplasto. Por cobarde.
-Por cobarde- digo.
Son las veinte horas, treinta y tres minutos y veintiséis segundos. Me saco los calzones y los prendo fuego con dos fósforos. Las llamas ahora le dan un respiro a mi rabia. La habitación cambia de color. Ahora sí estoy en paz. Me acuesto y me duermo cuando la última llama se apaga. El aire adormece mi pecho y miro el reloj por última vez en el día.
No puedo entender qué hora es.