Desesperado por encontrar una salida de tan tortuosa espera, decidió que lo mejor sería abandonarla sin dejar rastro. ¡Todavía no sabía si ella lo amaba!
Si no han encontrado a quien les haga sentir el corazón casi como un encolerizado motor de repetición, el día que la encuentren, olvídense del orgullo, olvídense de las propias necesidades y hasta olvídense de las cosas que tanto aman; es muy probable que jamás se perdonen el egoísmo de hacer esas cosas justo en el momento en que esa persona los necesita.
Esa persona estuvo a su lado en el momento preciso en que ella lo necesitaba y se desentendió como lo que fue; un cobarde egoísta. Ella lo necesitaba a su lado y la cobardía del hombre pudo más. Y cuando se separaron creyendo que se darían un tiempo de mutua consideración, apareció aquél que sí adora lo que tiene. Y es así que ella decidió que su corazón debía hacerle un nuevo lugar al hombre que la respetaba y hacía a un lado su orgullo y todas las cosas que lo personalizaban.
Con el tiempo se acostumbraría a la falta de hermosura de aquél que supo cantarle serenatas, leerle los más profundos y conmovedores poemas, acariciarle el rostro de la manera más suave que jamás alguien haya podido hacerlo encontrando en esa mirada perdida todo lo que ella creía necesario para entregarse profundamente a los hermosos y siempre bien intencionados ojos de El; El con mayúscula. El que la completaba, El que la amaba tanto.
Sin embargo, había encontrado a quien le concediera todos los caprichos y sin embargo era alguien que debía comenzar a conocer. Se encontraba nuevamente en un desierto del cual una vez huyó en los brazos de su príncipe azul. Y tal vez encuentre la comodidad que no le dio su príncipe, pagando el precio de la incertidumbre dentro del hostil desierto de sentimientos de amor. Quería querer. Quería que la quieran. Y el noble a su lado, como quien lucha contra sus propios miedos, buscaba la forma de convertirse en el príncipe azul que ella anhelaba.
Mientras tanto, El, alejado de todos y de todo debido a sus caprichos egoístas se resignó. Se le ve en la cara, se le oye en la voz se le siente en el aroma de su corazón; se evidencia de manera trágica ese pesado sentimiento que lo había abandonado el día que la conoció a ella. Ella con mayúscula. Ella que provocaba la más profunda de las revoluciones dentro de su árido corazón. Ese corazón que le pedía a gritos la cercanía de la sonrisa más sincera que existía. Ella que tanto lo amaba.
Y ahora, separados como se encontraban, “nada aparentemente lógico nos unirá”, pensó... ¡Y se alegró! ¿Quién le había dicho que la lógica dominaba su relación? ¿Quién es aquél que se guía con la cabeza para enamorarse? ¿Quién es aquél que reemplaza la lógica del corazón por la perfección de la lógica? Y si no se olvidó de cantar, si aún recuerda hermosos poemas, si todavía puede traducir los latidos repetidos de su corazón en palabras...
Y el nuevo hombre, que a ella le cumple los deseos, tiene los más hermosos modos para tratarla. Con él la suavidad se convierte en el más real de los objetos, sus manos. Esas suaves manos que acarician hasta sus suspiros. Algo que resulta imposible repudiar. Y a pesar de ello, ella necesitaba algo más... Ella necesitaba de El.
¡No! Ya la había abandonado a su suerte y no merece tenerla entre sus brazos si no la considera como suya. Ella sabe que tal vez no se vuelvan a ver nunca más... y aún así lo extraña. Extraña su voz. Esa hermosa y profunda voz que derrocha autoridad hacia todo aquél que le preste un mínimo de atención. Extraña ese rostro pulido por el tiempo pero suave como el marfil que tantos suspiros le quitaba... Aún no sabe bien que le provocó separarse del hombre de las caricias. Y sin embargo no lo extraña. No extraña esas caricias... Prefiere la soledad de pensamientos antes que responder a los continuos llamados del noble.
Ahora El, alegre como estaba de la conclusión a la que tanto dolor le había costado llegar, se detuvo a pensar en todas las cosas que juntos habían hecho, lo bien que lo pasaban juntos... Y cuando por fin venció el orgullo que sentía y que lo refrenaba, se decidió a ir en su encuentro y sin previo aviso, como siempre lo había hecho, sorprenderla con la improvisación de un poema que le salía solo con mirarla a los ojos.
Y ahora Ella era quien había entendido que la parte de egoísmo que le correspondía en el alejamiento de su príncipe azul era muy grande. Más grande de lo que cualquiera puede imaginar. Y con la falta total de razón que la caracterizaba cuando seguía sus instintos, se dirigió hacia la casa de El. El con mayúscula. El a quien tan mal creía haber tratado. El a quien amaba tanto...
Y cuando, viajando en el colectivo que siempre le traía los más lindos recuerdos, la gente lo miraba como quien mira a un loco que se ríe porque si; entendió que la amaba con todo el corazón. Pero si por alguna razón ella lo volvía a rechazar, sabría que hizo todo lo posible por conseguir lo imposible, y como imposible, el aceptaría, ya resignado, todo tipo de desenlace que ella le diera... El colectivo lo dejaba a pocas cuadras de la casa de Ella. Allí se encontraba con esas cositas que lo llevaban a ciertas situaciones vividas; alegría, llanto, risas, inconsciencias, sabiduría... amor; y con la generosa sonrisa provocada por la adrenalina del pronto encuentro, sentía cómo se iba forzando el destino...
A las apuradas como nunca, creía verlo en cada rostro que atravesaba. Su corazón la aturdía con sus latidos y no la dejaba pensar. La fuerza del sentimiento la llevaba con una indomable velocidad y entereza. Si fuera la vida una sola cosa, para ella se resumía todo a esa vuelta, a ese reencuentro, a la próxima reconciliación.
Y yo, que los observaba desde lejos, podía ver esa inexistente aura que rodea a los endemoniadamente decididos. La determinación de cada uno era tan profunda como la de quien pierde la razón por ello. Hacia la derecha venía Ella, tan concentrada en los irregulares baches que la vereda le atravesaba. Por un momento creí que no se verían. Hacia la izquierda venía El, con la sonrisa del loco más loco de todos los locos del amor. Yo en el medio ansiando el eterno abrazo, que los uniera para siempre, ansiando el fin del mundo un instante después del beso de reconciliación.
En pos de un futuro relato de la historia de amor más maravillosa, traté de captar todos los detalles del entorno: casi no había gente, solo una señora en el árbol con su pequeña mascota haciendo sus necesidades y un señor que la observaba; la brisa suave de un octubre naciente se pronunciaba como ideal; el sol apenas inclinado y casi apagado por lo mismo que yo esperaba como final, economizaba su continuo derrohe de calor y como cereza del postre los mejores autos se paseaban por la calle “testigo” como nunca antes había pasado en este barrio, en este humilde barrio. La imagen perfecta.
Ella y El caminaban hacia el encuentro. Ella sobre aquella vereda y El sobre esta vereda. Imaginé que nunca se cruzarían pero estaba olvidando que la telepatía entre estas dos maravillosas personas era sorprendentemente evidente luego de que se detuvieran exactamente uno frente al otro. Ambos se detuvieron sin entender qué los llevaba a esa acción. Ella no lo creía cerca y El aún estaba lejos de la casa; pero lo entendieron cuando levantaron la vista y giraron sus cabezas. Las giraron con la lentitud causada por la sorpresa e incomprensión. Ella serie, El sonriente. Ella de una vereda, El de la otra. En el instante preciso en que sus miradas se cruzarían, un gran Mercedes Benz con los vidrios polarizados y de un color lúcidamente gris metalizado les devolvió sus rostros cual si fuera un gran espejo. Fue ese preciso instante que los cambió para siempre. Ella notó la seriedad de su rostro y cambió... y sonrió. El notó su falsa sonrisa, sabía que más allá de sus intentos, el final sería ese; tener que reconquistarla por sus egoístas caprichos que continuamente la alejarían.
Y cuando finalmente levantaron la vista y observaron cada músculo de sus ojos en un fugaz segundo de revelación; se dieron cuenta de la cobardía que los abrazaba. Ninguno de los dos se atrevió a cruzar la calle, sino que se quedaron varios segundos acariciándose por última vez con sus miradas
El mundo en realidad sí se terminaba después del encuentro entre ellos. Y sin embargo cuando se dijeron todo lo que sus corazones esperaban comunicarse a través de esa improbable telepatía, coordinados como nunca, sonrieron con la más honesta y pura de sus expresiones, entendiéndose, al fin, mutuamente, como ninguna pareja en toda la historia trágica del amor lo había hecho antes. Es así que nunca conoceremos sus nombres. Es así como termina mi relato. Ambos acomodándose. Ambos esforzándose al máximo para esconder sus lágrimas, con un agudo dolor en la garganta que les recordará, por siempre, que Ella y El fueron y son el uno para el otro, pero el “serán”...
Y a pesar de la lógica, el futuro y el destino van de la mano sembrando el verdadero amor, el que no se predice, el amor caprichoso; el amor que espero sentado en este mismo lugar donde los ví a El y a Ella diciéndose...
Hasta luego.
Si no han encontrado a quien les haga sentir el corazón casi como un encolerizado motor de repetición, el día que la encuentren, olvídense del orgullo, olvídense de las propias necesidades y hasta olvídense de las cosas que tanto aman; es muy probable que jamás se perdonen el egoísmo de hacer esas cosas justo en el momento en que esa persona los necesita.
Esa persona estuvo a su lado en el momento preciso en que ella lo necesitaba y se desentendió como lo que fue; un cobarde egoísta. Ella lo necesitaba a su lado y la cobardía del hombre pudo más. Y cuando se separaron creyendo que se darían un tiempo de mutua consideración, apareció aquél que sí adora lo que tiene. Y es así que ella decidió que su corazón debía hacerle un nuevo lugar al hombre que la respetaba y hacía a un lado su orgullo y todas las cosas que lo personalizaban.
Con el tiempo se acostumbraría a la falta de hermosura de aquél que supo cantarle serenatas, leerle los más profundos y conmovedores poemas, acariciarle el rostro de la manera más suave que jamás alguien haya podido hacerlo encontrando en esa mirada perdida todo lo que ella creía necesario para entregarse profundamente a los hermosos y siempre bien intencionados ojos de El; El con mayúscula. El que la completaba, El que la amaba tanto.
Sin embargo, había encontrado a quien le concediera todos los caprichos y sin embargo era alguien que debía comenzar a conocer. Se encontraba nuevamente en un desierto del cual una vez huyó en los brazos de su príncipe azul. Y tal vez encuentre la comodidad que no le dio su príncipe, pagando el precio de la incertidumbre dentro del hostil desierto de sentimientos de amor. Quería querer. Quería que la quieran. Y el noble a su lado, como quien lucha contra sus propios miedos, buscaba la forma de convertirse en el príncipe azul que ella anhelaba.
Mientras tanto, El, alejado de todos y de todo debido a sus caprichos egoístas se resignó. Se le ve en la cara, se le oye en la voz se le siente en el aroma de su corazón; se evidencia de manera trágica ese pesado sentimiento que lo había abandonado el día que la conoció a ella. Ella con mayúscula. Ella que provocaba la más profunda de las revoluciones dentro de su árido corazón. Ese corazón que le pedía a gritos la cercanía de la sonrisa más sincera que existía. Ella que tanto lo amaba.
Y ahora, separados como se encontraban, “nada aparentemente lógico nos unirá”, pensó... ¡Y se alegró! ¿Quién le había dicho que la lógica dominaba su relación? ¿Quién es aquél que se guía con la cabeza para enamorarse? ¿Quién es aquél que reemplaza la lógica del corazón por la perfección de la lógica? Y si no se olvidó de cantar, si aún recuerda hermosos poemas, si todavía puede traducir los latidos repetidos de su corazón en palabras...
Y el nuevo hombre, que a ella le cumple los deseos, tiene los más hermosos modos para tratarla. Con él la suavidad se convierte en el más real de los objetos, sus manos. Esas suaves manos que acarician hasta sus suspiros. Algo que resulta imposible repudiar. Y a pesar de ello, ella necesitaba algo más... Ella necesitaba de El.
¡No! Ya la había abandonado a su suerte y no merece tenerla entre sus brazos si no la considera como suya. Ella sabe que tal vez no se vuelvan a ver nunca más... y aún así lo extraña. Extraña su voz. Esa hermosa y profunda voz que derrocha autoridad hacia todo aquél que le preste un mínimo de atención. Extraña ese rostro pulido por el tiempo pero suave como el marfil que tantos suspiros le quitaba... Aún no sabe bien que le provocó separarse del hombre de las caricias. Y sin embargo no lo extraña. No extraña esas caricias... Prefiere la soledad de pensamientos antes que responder a los continuos llamados del noble.
Ahora El, alegre como estaba de la conclusión a la que tanto dolor le había costado llegar, se detuvo a pensar en todas las cosas que juntos habían hecho, lo bien que lo pasaban juntos... Y cuando por fin venció el orgullo que sentía y que lo refrenaba, se decidió a ir en su encuentro y sin previo aviso, como siempre lo había hecho, sorprenderla con la improvisación de un poema que le salía solo con mirarla a los ojos.
Y ahora Ella era quien había entendido que la parte de egoísmo que le correspondía en el alejamiento de su príncipe azul era muy grande. Más grande de lo que cualquiera puede imaginar. Y con la falta total de razón que la caracterizaba cuando seguía sus instintos, se dirigió hacia la casa de El. El con mayúscula. El a quien tan mal creía haber tratado. El a quien amaba tanto...
Y cuando, viajando en el colectivo que siempre le traía los más lindos recuerdos, la gente lo miraba como quien mira a un loco que se ríe porque si; entendió que la amaba con todo el corazón. Pero si por alguna razón ella lo volvía a rechazar, sabría que hizo todo lo posible por conseguir lo imposible, y como imposible, el aceptaría, ya resignado, todo tipo de desenlace que ella le diera... El colectivo lo dejaba a pocas cuadras de la casa de Ella. Allí se encontraba con esas cositas que lo llevaban a ciertas situaciones vividas; alegría, llanto, risas, inconsciencias, sabiduría... amor; y con la generosa sonrisa provocada por la adrenalina del pronto encuentro, sentía cómo se iba forzando el destino...
A las apuradas como nunca, creía verlo en cada rostro que atravesaba. Su corazón la aturdía con sus latidos y no la dejaba pensar. La fuerza del sentimiento la llevaba con una indomable velocidad y entereza. Si fuera la vida una sola cosa, para ella se resumía todo a esa vuelta, a ese reencuentro, a la próxima reconciliación.
Y yo, que los observaba desde lejos, podía ver esa inexistente aura que rodea a los endemoniadamente decididos. La determinación de cada uno era tan profunda como la de quien pierde la razón por ello. Hacia la derecha venía Ella, tan concentrada en los irregulares baches que la vereda le atravesaba. Por un momento creí que no se verían. Hacia la izquierda venía El, con la sonrisa del loco más loco de todos los locos del amor. Yo en el medio ansiando el eterno abrazo, que los uniera para siempre, ansiando el fin del mundo un instante después del beso de reconciliación.
En pos de un futuro relato de la historia de amor más maravillosa, traté de captar todos los detalles del entorno: casi no había gente, solo una señora en el árbol con su pequeña mascota haciendo sus necesidades y un señor que la observaba; la brisa suave de un octubre naciente se pronunciaba como ideal; el sol apenas inclinado y casi apagado por lo mismo que yo esperaba como final, economizaba su continuo derrohe de calor y como cereza del postre los mejores autos se paseaban por la calle “testigo” como nunca antes había pasado en este barrio, en este humilde barrio. La imagen perfecta.
Ella y El caminaban hacia el encuentro. Ella sobre aquella vereda y El sobre esta vereda. Imaginé que nunca se cruzarían pero estaba olvidando que la telepatía entre estas dos maravillosas personas era sorprendentemente evidente luego de que se detuvieran exactamente uno frente al otro. Ambos se detuvieron sin entender qué los llevaba a esa acción. Ella no lo creía cerca y El aún estaba lejos de la casa; pero lo entendieron cuando levantaron la vista y giraron sus cabezas. Las giraron con la lentitud causada por la sorpresa e incomprensión. Ella serie, El sonriente. Ella de una vereda, El de la otra. En el instante preciso en que sus miradas se cruzarían, un gran Mercedes Benz con los vidrios polarizados y de un color lúcidamente gris metalizado les devolvió sus rostros cual si fuera un gran espejo. Fue ese preciso instante que los cambió para siempre. Ella notó la seriedad de su rostro y cambió... y sonrió. El notó su falsa sonrisa, sabía que más allá de sus intentos, el final sería ese; tener que reconquistarla por sus egoístas caprichos que continuamente la alejarían.
Y cuando finalmente levantaron la vista y observaron cada músculo de sus ojos en un fugaz segundo de revelación; se dieron cuenta de la cobardía que los abrazaba. Ninguno de los dos se atrevió a cruzar la calle, sino que se quedaron varios segundos acariciándose por última vez con sus miradas
El mundo en realidad sí se terminaba después del encuentro entre ellos. Y sin embargo cuando se dijeron todo lo que sus corazones esperaban comunicarse a través de esa improbable telepatía, coordinados como nunca, sonrieron con la más honesta y pura de sus expresiones, entendiéndose, al fin, mutuamente, como ninguna pareja en toda la historia trágica del amor lo había hecho antes. Es así que nunca conoceremos sus nombres. Es así como termina mi relato. Ambos acomodándose. Ambos esforzándose al máximo para esconder sus lágrimas, con un agudo dolor en la garganta que les recordará, por siempre, que Ella y El fueron y son el uno para el otro, pero el “serán”...
Y a pesar de la lógica, el futuro y el destino van de la mano sembrando el verdadero amor, el que no se predice, el amor caprichoso; el amor que espero sentado en este mismo lugar donde los ví a El y a Ella diciéndose...
Hasta luego.