Diario de viaje

Las manos de los culpables no tienen por qué temblar,solo en las novelas la agitación se trasluce dejando caer una copa. A menudo la tensión se demuestra en acciones estudiadas. Kurtz había bebido su taza de café como si nadie hubiera dicho nada.
El Tercer Hombre de Graham Greene

Compramos unas verduras en el supermercado chino. Nunca supimos si era chino o japonés. Es un detalle de menor importancia. Tal vez si preguntásemos, aunque resulta odioso intentar comunicación alguna con los orientales fuera de los monosílabos. Me enteré que guardan en inverosímiles escondites los buenos productos que venden y en cambio uno sale de allí con una manteca vencida o pasta dental en desvanecimiento. Su locuacidad despierta mi instinto asesino. Tal vez, ellos con su mirada alargada como lince, también comprendan cuando les quiero decir lo que quiero decirles. Tal vez entiendan y simulen no “entender” aunque crea que no.
Compramos unos bifes de lomo. Especialidad de mi menú. Me los vendió quien vende las verduras y cobra las compras y limpia el supermercado. Felicitaciones por él que puede especializarse en tantos ramos de la gastronomía y el comercio. Preparamos los bifes a la plancha. Costumbre argentina. Aunque de otros países será costumbre también, ¿no es cierto? Y pusimos unas papas con cáscara, cortadas a la mitad y condimentadas con aceite y perejil en el horno. Un buen plan.
Para cuando terminamos las dos porciones de bife de costilla, estaban listas las papas. Esperamos que se termine nuestra comida (la sopa y el bife de cada uno, aunque yo no terminé la sopa) y luego descansamos de nuestro almuerzo. Ella se fumó un cigarrillo. Hablamos y luego pusimos la Suite N° 4 en Mi sostenido menor, de Johann Sebastián Bach, interpretada por Yo – Yo Ma. En ese momento sentimos un aroma a quemado. Eran las papas. A pesar del humo, las papas estaban deliciosas. Y disfrutamos de una papa con queso y un poco de manteca cada uno. Exquisito.


Ahora quedó la separación. Han pasado más de dos años de aquél almuerzo. Se me antoja seguir bebiendo para mantener ese gesto en su rostro: sonrisa completa. Era tan indecisa… aunque muy inteligente. Quizás alguna vez la vuelva a ver entre una multitud en el Aeropuerto de Barajas o Ezeiza cuando regrese a la Argentina. Me gustaría regresar a Buenos Aires. Aspirar el smog, escuchar las quejas de la gente que no para de gritar aunque lo hagan con cierto encanto. Viajar en colectivo, hablar del tiempo con el taxista o tal vez, encontrarse un Ingeniero que me dice “son tres pesos con cincuenta” en algún remis de la ciudad. Esos que desconocen permisos. Volver a la calle Florida, donde por primera vez la vi. Donde por primera vez tropecé con alguien que me pidió perdón. Y escuchó mis razones, por un instante, hasta que se retiró satisfecha de darme su teléfono. ¿Adónde estará ella en este momento? ¿Cuándo la volveré a ver?
Se lo aviso a todo el mundo aunque no entienda, aunque digan que no lo haga, aunque digan que no conviene (como si fuera la única manera de convencerme, indicándome las desventajas de cualquier acción), aunque no me sirva para nada: otra botella de ron y me sentiré un hombre nuevo, de panza caliente, de uñas pulidas, de rostro afeitado, de masajes en los pies, de saunas, de caviar, de chofer. Porque eso me estimula, dominar a los demás, ejecutar, ordenar sin levantar la voz, que las cosas se hagan a mi manera. Hoy tengo la botella de ron que escuchará mis plegarias y reclamos en voz baja, como a ella le gusta. Nada de escándalos en la vía pública. Guardado en casa con llave, candado y traba de acero. Con libros marcados por algún imbécil que cree en el Caos y el Hambre en África Meridional. Con un amigo al teléfono si lo necesito.


Recuerdo que lavaba los platos mientras le escribía algo cuando apareció ante mí la imagen de mi tía la Directora del Colegio. Tengo una tía que sólo hace regalos a sus alumnos, más allá de lo estrictamente educativo. Y ella, que lavaba para mí, era una alumna más. Una alumna con todas las letras cursivas que no puede escribir porque lo hace lento.


Quisiera que ahora suene el teléfono en esta mismísima habitación y sea ella. Que me perdona. Que la perdone. Que me extraña y que la extraño. Que seremos los mismos pero sin errores. Que de los errores se aprende porque hay que trabajar en la vida de hombres y no vinimos con un manual de instrucciones o no tenemos el dinero para comprar los de aquellos que sí lo tienen. Sucios mercaderes. Después se quejan que no hay solidaridad. Pero no. No quiero alejarme del teléfono que espero que suene con su voz. Que ella diga “ring – ring”. Y golpee la puerta y abra y no sea la vieja renga con lentes y canas en sus ojos que diga que debo dos semanas de alquiler. Que golpee la hermosura de sus dedos. Que sus uñas manchen esta puerta para escucharla un buen rato. E invitarla a tomar un café para borrar mi aliento a ron. Y la invitaría solo un segundo a la habitación para que vea en el estado en el que vivo. Para dar lástima pero un rato nomás. Para entregarle todo luego. Y salir de allí. Olvidar mis maletas, mis libros, mi ropa, mis lentes, mis cuadernos, mis fotos en Catamarca con mis hermanos que encontré aquella vez luego de siete años sin verlos y que nunca más volví a ver. Dejar mi pasado atrás porque ella lo merece, porque ella me lo pide, porque debo pagar o, tal vez, solo porque el día de hoy es soleado. Solo porque el deseo oculto, mi objetivo, mi aliento se resume en ese rostro pulido por la belleza.
Pero no. No vendrá. No le gusta Uruguay ni tampoco le gustan los hoteles de ruta. Dice que hacen mal. Dice que el gusto de esta gente es obsceno. Que ella debería juntarse con refinados artistas, músicos de vanguardia, escritores con proyección, banqueros de soltería impoluta. Dice que soy lo peor que le pasó en la vida. Que tal vez si hubiera escapado de un campo de concentración en Auschwitz con el habla y el espíritu perturbado, curtida y arrebatada de su más espantosa melancolía sería más feliz que conmigo que solo atraigo penurias y alcohol. Para qué negarlo. Ella tiene razón. Y la odio por eso. No me importa si sufre o no. Solo quiero tenerla cerca, verla, oírla, sentirla bajo mi piel, cruzar mis dedos en su pelo, apretarla contra la puerta del baño como cuando lo hicimos sobre el inodoro de la habitación del Hotel Continental de la provincia de San Juan. O aquella otra vez cuando marchábamos contra la negociación de la deuda externa en la Plaza de Mayo, en Buenos Aires y la multitud se acurrucó contra el Ministerio de Economía. Pegados a una columna de mármol nos tapábamos la boca por los gases y llorábamos. Mi piel contra su musculosa. Abrazados por dos horas hasta que la Policía Federal alejara la Montada y nos liberaran de ese rincón que de funesto se convirtió en adorable. Ese momento en el que sentía cómo dos o tres hombres suspiraban a mis oídos de los nervios y yo suspiraba porque las caricias que ella me hacía reprimían todo impulso iracundo contra el Fondo Monetario Internacional. Gemía porque sus labios me besaban el cuello mientras sus manos jugaban a la mancha. Y por todas esas cosas que dijo frente a obreros desempleados, dirigentes gremiales de segunda, piqueteros aturdidos, fotógrafos excedidos de peso, señoras con peinado y no sé cuantos porteños más que fueron testigos silenciosos del amor que nos profesamos aquella tarde de diciembre.


No queda más ron. Tengo que salir a comprar más. Porque no puedo creer que ella no me llame y porque necesito aire nuevo para leer este artículo que debo corregir para el sueco que me llamó. Porque odio mi trabajo. Porque aún no tengo el dinero para la encargada del hotel. Porque no llama por teléfono.
Porque ni siquiera sabe que estoy aquí.